miércoles, 8 de junio de 2016

Después del Olvido por Jorge Tuzi



¿El departamento de la calle Cuenca en Villa del Parque,? me preguntó la empleada, sí señor Sánchez, está disponible, es de unos 30 metros cuadrados, dos ambientes y una cocina muy pequeña, ideal para un hombre solo como usted, todo este tiempo estuvo muy bien cuidado, no tendría que hacerle ninguna reforma.
Me dirigí hasta allí sin esperar más tiempo, tomé el tren en Retiro y me bajé luego de unos veinte minutos, rodeé un terreno de casi una manzana y llegué a una calle de veredas cortas y pequeños árboles donde parecía que el otoño se había quedado a vivir para siempre. La casa en cuestión era la segunda después de la esquina, donde una señora de unos 60 años esperaba la llegada de posible inquilinos. Me miró como sorprendida, perdón, ¿lo conozco?; le dije no recordarla, le conté donde vivía, que era muy lejos y que muy difícilmente nos hayamos cruzado alguna vez. Mucho gusto, mi nombre es Dora y soy la dueña. Vivo aquí, al lado.
Pasamos al interior de la casa y una extraña angustia me invadió, las baldosas brillantes, las paredes pintadas de amarillo y las máculas de la pared revelaban el esqueleto inanimado de una biblioteca pequeña.
¿Quién vivía aquí? disparé con falsa curiosidad; “una niña” respondió mi interlocutora. En realidad una mujer jovencita, de unos 25 años, formó una pareja y el lugar quedó algo pequeño por eso ambos decidieron mudarse a una casa más grande y cerca del centro.
Ingresé al dormitorio y con una curiosidad inusitada y no muy propia de mis costumbres repasé el lugar vacío; seguro que allí hacia la derecha estaba la cama, y el televisor contra la pared izquierda. Inspeccionando el placard encuentro un poncho bien guardado en uno de los recovecos, era rojo y negro de una lana firme y tejida prolijamente. ¿ésto es suyo pregunté conociendo la respuesta, Dora me miró extrañada, no, seguro se lo olvidaron durante la mudanza, se lo voy a hacer llegar a la dueña en cuando pueda, lo olfatee disimuladamente y su perfume traía reminiscencias de inviernos lluviosos, de largas caminatas y de soledades prolongadas.
No me despedí de la mujer sin antes ver la cocina, impecable hasta la obsesión y guardando en su muebles historias de hogares que no fueron.
Un vez en la calle emprendí el camino de vuelta, una chica de campera verde musgo, larga hasta las rodillas me cruzó en el camino, tenía el pelo negro y largo como las alas de un cuervo, caminaba con una parsimonia digna de quien tiene toda una vida por delante. La vi alejarse sin que ella repare en mi presencia.
Volví a mi casa a la noche, tarde, después de tomar unas copas, solo y pensativo en el bar de la esquina. Dejé mi campera en el sofá y me acerqué a una repisa que guardaba aquellos libros que nunca leo y extraje uno muy pequeño con varias ilustraciones pintorescas y cuentos breves, corrí la primer hoja y con letra delicada y amorosa se encontraba una dedicatoria: “Porque te quiero mucho, María”. Cerré el libro y lo volví a guardar cuidadosamente en el mismo lugar.

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