miércoles, 15 de febrero de 2017

Excelentes Relaciones Interpersonales

Excelentes Relaciones Interpersonales
(Autor: Teodora Nogués)
1
-Laura, te busca un señor Acuña en el mostrador- Me dijo Guille, y sentí que el corazón me daba una patada y se aceleraba como queriendo salirse de mi pecho.
 Era una reacción frecuente en esos días, pero esta vez fue mucho más fuerte.         Más fuerte que el día que nos hicieron subir al primer piso para escondernos y salir luego por la puerta de emergencia de la sucursal para esquivar las pedradas que siguieron al cantito “chorros chorros chorro, devuelvan los ahorros”. Se veía venir, pero a los empleados no nos permitieron retirarnos antes. Para el momento de las pedradas, nuestro CEO, en cambio, hacía rato que se había retirado de su oficina.
 Más fuerte que cuando en la caminata hacia la Avenida Córdoba,  esa tarde de diciembre con Edu sacándose la corbata y poniéndose el pullover con cuarenta grados de sensación térmica, para que no se le viera la camisa que delataba su condición de empleado bancario al escuchar los gritos de :
-Eh, vos el puto del pulovercito!
 Priscila, la justiciera impulsiva con más sangre caliente en las venas de la oficina, me masculló al oído.
-Ese tipo, lo está molestando a Edu, lo voy a cagar a trompadas.
-Priscila, vos no vas cagar a trompadas a nadie, seguí caminando…
-Tenés razón, Laura, porque si el tipo me la quiere devolver, mejor entro a correr, no?
El tipo en cuestión tenía el tamaño de cuatro Priscilas.
 Caminé hacia el mostrador, mis palpitaciones era cada vez más fuertes.  Sabía que debía haber muchos Acuña en el mundo, pero quería creer que ese señor Acuña que había preguntado por mi era mi padre. Hacía diez años que no lo veía ni sabía donde vivía, ni siquiera si vivía. Por unos minutos, tal vez por la locura de esos días, se me ocurrió pensar que él había tomado la iniciativa de averiguar mi paradero, mi lugar de trabajo y venir a buscarme. Me imaginé abrazándolo.
 El señor que estaba esperándome no era mi padre, y lo que menos me inspiraba eran ganas de abrazarlo. Tampoco se apellidaba Acuña. El mensaje original que le habían pasado a Guille “Hay un señor que busca a Laura Acuña” había sufrido una modificación por un efecto de teléfono descompuesto y había llegado como “Hay un señor Acuña que busca a Laura”.
 Putié internamente a Guille por la inversión del orden de las palabras, que a diferencia de los factores, sí había alterado el producto y mis nervios, mientras le preguntaba con una sonrisa al cliente en qué podía ayudarlo.
 No me respondió, me dio un celular y me dijo que me iban a hablar.
-Hola ¿Ves ese señor que tenés delante?-Era la voz de otro empleado del banco.
-Si, lo estoy viendo-Contesté, no terminando de entender por qué me encontraba en una situación tan ridícula.
 La voz del otro empleado, tan pichi como yo, pero con aires de superioridad, me ordenó que le diera al señor cierta información de su cuenta. Información a la cual yo no tenía acceso. Le dije que se lo iba a pasar a Guille.
-No, no. Atendelo vos porque es urgente, está muy apurado, lo necesita ya.
-Guille está acá y lo va a atender todo lo urgente que pueda.
“Hubiera sido más rápido hacer ese trámite por las vías normales, en vez de jugar al personaje influyente con la payasada del teléfono” pensé, pero no lo dije, porque en ese entonces todavía me sentía en la obligación de cumplir con lo que había puesto en el CV para conseguir  el puesto que ocupaba “Excelentes relaciones interpersonales”, era casi lo único, a mi entender,  que justificaba que yo estuviera allí con mi absoluta inexperiencia bancaria.
-¿Y por qué no lo podés hacer vos?
-Porque la bendita empresa para la que trabajamos vos y yo, se cuida de que cada uno de nosotros tenga información limitada y funcionemos como compartimentos estancos y no podamos hacer chanchullos, porque trabajamos en un sistema basado en la desconfianza,  y porque al ser tan solo un número de legajo…
-Está bién ¡Pasáselo a Guille!
Le pasé el fardo a Guille y corrí al escritorio de Silvita. No teníamos casi nada en común, pero por su historia, tan particular, era el único ser humano que sentía que podía llegar a entender el estado confuso en el que me había dejado la supuesta presencia del señor Acuña.

2

-Silvita, necesito hablar con vos -Me dijo Laura con la voz algo quebrada y me abrazó.
 Sentí sus palpitaciones y me asusté. Por un momento pensé que estaba cayendo en mis brazos otra víctima del stress.
 Todavía me impresionaba la caída en terapia intensiva del oficial de inversiones de nuestra sucursal, como consecuencia del corralito. Ese día  nefasto, se había quedado hasta tarde atendiendo, tenía la información que se había filtrado, el horario exacto del cierre del corralito, pero para cuando terminó de procesar la última operación de extracción, sus propios ahorros de toda la vida, quedaron “acorralados”. Se hacían chistes con que su mujer seguramente  lo habría cagado a pedos al llegar a su casa. Lo que si fue en serio, es que trabajó unos días más soportando los insultos de los ahorristas ( “a ustedes les chupa un huevo porque ya sacaron toda la guita” le había gritado uno), hasta que en un momento colapsó y tuvo que ser internado. Cuando le dieron el alta, ya no era el mismo, hablaba y caminaba con mucha dificultad.
 Pero Laura no parecía afectada por el corralito. Solía bromear con eso “Yo estoy bien, no me quedó nada de plata ni adentro ni afuera del corralito”.
-¿Salimos a almorzar?- Le pregunté sin soltarle el abrazo. Sus palpitaciones bajaron.
-Si, por favor ¿Nos vemos a la una abajo?
-Dale.
 Hacía mucho que no nos tomábamos la hora del almuerzo. Comíamos a las apuradas en nuestros escritorios, o nos juntábamos varios en la salita de reuniones. Pero Laura, si no almorzaba conmigo, salía sola. Dejó de participar de los almuerzos grupales después de un comentario de una de las chicas sobre los manifestantes “esto con los militares no pasaba”. Laura la fulminó con la mirada, pero nadie más que yo se dio cuenta. Nunca más pidió comida con nosotros. Laura no confrontaba, pero tampoco negociaba sus principios.
 Fue lindo volver a tomarnos el tiempo de ir a Chino Central. Era caro, pero pedimos para compartir un plato principal, una entrada, un té de jazmín y uno de rosas. Nos gustaba más el perfume a flores que salía de las tazas que las infusiones en sí. Laura decía que era un negoción, compartir el plato conmigo, porque con mi contextura de mini top model, yo no consumía casi nada. Así me llamaba “la mini top model”,  cuando entré a hacer la pasantía y nadie más que ella me dirigía la palabra.
-¿Qué te pasó, Laurita?
-Nada, Silvi, pero necesito que me cuentes qué sentiste cuando te reencontraste  con tu papá.
 Me tomó por sorpresa su pregunta. Era la única persona de la oficina a la que yo le había hablado de  mi papá. Por alguna razón, había sentido que ella me entendía.
 Yo casi no tenía recuerdos de mi papá, salvo uno de muy chiquita, curiosamente de una vez que me dio una cachetada. De los pocos recuerdos que hubiera podido conservar, ese fue el que dejó la memoria selectiva. Nadie me explicó nunca, por qué no lo podía ver. Un día dejé de preguntar y cuando me preguntaban en la escuela empecé a contestar que estaba muerto.
Y estuvo muerto en mi memoria hasta el día de mi accidente, el día que casi muero yo. No se cuantas vueltas dio mi auto cuando choqué, ni durante cuantas cuadras me persiguieron los chorros a los tiros desde el auto robado. Lo  único que recuerdo es que desperté en el hospital con la columna retorcida por la contractura, sin poder mover el cuello, llorando como una criatura pidiendo por mi papá.
Mi madre a mi lado me contestaba.
-Acá está mamá.
-No, yo quiero a  mi papá, yo quiero a mi papá.
Lloré hasta quedarme dormida. Cuando volví a despertarme, mi decisión estaba tomada y mamá no pudo oponerse. Iba a  reencontrarme con mi papá.
 Tuve varias sesiones de rehabilitación y usé un cuello ortopédico durante bastante tiempo. Mientras tanto mi tía, la hermana de mi papá, organizaba el reencuentro. Mi tía había estado presente siempre. Cuando era chiquita, mi mamá me llevaba a su casa todas las semanas. Supe que mi mamá le había permitido mantener el contacto conmigo con la condición de que no me hablara  nunca de mi papá. Ella aceptó el trato y lo cumplió. Me adoraba y no quería  arriesgarse a perderme. Pero en cambio, mantenía al tanto a mi papá de toda mi vida mandándole cartas y fotos mías.
 Mi papá viajó desde Entre Ríos en cuanto su hermana le dijo que yo quería verlo. Nos encontramos en casa de mi tía. Nos miramos y los ojos se le llenaron de lágrimas. Me abrazó durante un rato largo.
Tuvimos varios encuentros más antes de que se volviera a Entre Ríos. Hablamos mucho.
-Cuando nos separamos, tu mamá me prohibió verte- Intentó justificar en una de nuestras charlas.
-¡Cerrá el orto!-Le contesté-Si hubieras querido, me hubieras visto igual ¿Tan fácil te diste por vencido, loco? Si el día de mañana tengo un hijo, no va a haber fuerza de la naturaleza que me impida estar con él. El tiempo perdido no vuelve. Yo no voy a volver a ser niña nunca más, eso vos te lo perdiste. Por más que intentes justificarlo, eso nadie te lo va a devolver.
 Nunca más volvió a hablarme mal de mi mamá.
 -Lo que sentí al ver a mi papá y al abrazarlo, aunque no recordaba su cara, es que lo conocía de toda la vida-  Le dije a Laura.
-Yo no se si buscar a mi papá. Suponiendo que lo encuentre, que esté vivo…aunque sea eso necesito saber ¿Pero cómo se si voy a querer que esté en mi vida si nunca estuvo? ¿Cómo sigue la historia?
-Sigue como vos quieras, Laura.


3

-¿Dónde vas a pasar navidad, Rubén?-Me preguntó Silvia dejándome la bolsa que traía ayudada por Laura al lado de mi escritorio junto a las otras donaciones.
-En Gualeguay, como siempre, solo que esta vez viajo con mis hijos que quieren conocer a mi padre.
-¿Tus hijos no conocen a su abuelo?- Preguntó Laura.  No parecía sorprendida, pero si conmovida por mis palabras.
Acomodé las bolsas para que no estorbaran el paso de la oficina. Ese año, pese a todo, la recaudación de ropa y juguetes para el hogar, mi hogar venía siendo tan buena como siempre.
-No, no lo conocen. Yo mismo casi no lo conozco. Me enteré hace poco de que vive en una islita poco menos que como un linyera. Seguramente los vecinos deben pensar qué malos somos lo hijos que lo abandonamos al pobre viejo, pero yo sé cuál es la verdad.
-¿Y cuál es la verdad, Rubén?-Preguntó Silvia implacable.
-La verdad es que el viejo nos abandonó a mí y a mis hermanos cuando murió mi mamá. Nos dejó en el hogar para el que les pido donaciones a ustedes todos los años. Es mi forma de devolverle a la institución todo lo que hizo por mí. Viví ahí desde los cuatro años hasta que terminé el secundario. La gente del hogar es mi familia, la responsable de que yo haya podido terminar mis estudios. Gracias al título pude venir a trabajar a Buenos Aires, tener un buen pasar, conocer a la madre de mis hijos. Esa es otra historia, de ella me separé, pero quedé en buenos términos. Me mudé a una casa de distancia, para que mis hijos puedan ir y venir cuando quieran, más allá de los días de visita acordados. Ellos son lo más importante de mi vida. Por ellos me reencontré con mi padre, no por culpa ni nada parecido. Yo no siento que le deba nada. No lo juzgo, no sé por qué fue incapaz de hacerse cargo de nosotros. Que yo sepa, no teníamos grandes apremios económicos que le impidieran criarnos. Solo sé que cuando murió mi mamá, quedé  huérfano de madre y de padre, él dejó de existir. No le guardo rencor, pero tampoco ningún afecto.
 Las chicas me miraron con ternura. Laura parecía tildada.
-¿Y a esta qué le pasa? ¿Se le colgó sistema?- Dije mirando a Silvia.
Silvia sonrío. Se despidieron y me desearon felices fiestas.
Las escuché hablar mientras se alejaban por el pasillo.
-¿Qué vas a hacer, Laurita, lo vas a buscar?
-No se.
-¿Vos qué querés?
-No sé qué quiero.
Ese año pasé por primera vez la navidad con mi padre y mis hijos. Ahora me acompañan todos los años a llevar las donaciones a mi hogar y a pasar unos días con su abuelo. Nunca les hablé mal de él. Ellos lo quieren.
4
-Olvidate de esa rubia, Martín- Le dijeron sus amigos.
 Se lo habían dicho muchas veces. Cada vez que lo veían llorar. No sabían qué otra cosa decirle. Nunca lo habían visto así, de hecho nunca habían visto a ningún hombre sufrir tanto por amor. Pero de eso me enteré mucho después. Martín lloró mucho tiempo, hasta que se resignó a ser mi amigo.
 Nos conocimos en las mejores vacaciones de mi vida, en un hotel de las sierras cordobesas. Mis amigas y yo pegamos onda con su grupo de amigos. Nos juntábamos a charlar y bailar todas las noches, nunca me había reído tanto.
 Una de esas noches nos quedamos los dos solos en el lobby. Estábamos borrachos y nos dimos un beso que apenas recuerdo. El alcohol me había desinhibido, pero también había disminuido mi percepción.
Lo que sí recuerdo, es que al día siguiente, ya sobrios, él quiso volver a besarme y yo no quise saber nada.  Sentía que no había piel ni química entre nosotros.
  Él quiso quedarse en mi vida en el lugar que yo le permitiese. Por suerte quiso quedarse. Tuvimos una amistad entrañable que duró un par de años.
-Olvidate de esa rubia-Le repitieron sus amigos. Pero Martín nunca me olvidó. Ya no lloraba, pero me quería y estaba yendo a mi casa a cuidarme.
 Con la relativa calma que vino después de la vorágine del corralito los empleados del banco pudimos volver a tomarnos nuestra hora de almuerzo. Fue entonces cuando Guille me invitó a comer sushi un mediodía en Puerto Madero. Quedaba bastante lejos de la oficina y al volver me sentí muy mal. El sushi estaba en mal estado. Caí en cama intoxicada.
 Martín vino a cuidarme todos los días.
 Mientras estuve enferma tuve tiempo para pensar mucho. Recordé a mi ex novio, hijo de milicos, hijo también de un camión lleno de re mil putas. Un tipo autoritario, machista y egoísta. Cuando tuve el accidente con el auto, antes de reencontrarme con mi papá, su contención brilló por su ausencia. No vino a la clínica ni una sola vez mientras estuve internada. Todavía estaba haciendo rehabilitación cuando él me exigió que fuéramos al casamiento de su mejor amigo. Lo más loco fue que yo accedí a ir. Era verano. Mi vestidito de fiesta era precioso, el cuello ortopédico me hacía transpirar como una condenada. Y cuando pensé que no podía sentirme más infeliz, él se me aceró y me dijo al oído:
-Silvia, sacate ese cuello ortopédico que te queda horrible.
 El reencuentro con mi padre me decidió a poner fin a mi noviazgo. Decidí que ningún hombre volvería a hacerme sufrir.
 Ese día en que Martín vino a cuidarme, como todos los anteriores desde mi intoxicación, ya me sentía bien, algo débil aún por la pérdida de peso, pero sin nauseas.
 Lo miré. Él me había sostenido el pelo mientras vomitaba, me había ayudado a cambiarme. Caí en la cuenta de que me había visto semidesnuda, flaca y demacrada. Estaba allí, de pie con su metro noventa y cinco,  y yo que apenas pasaba el metro y medio, lo miraba como a un gigante.
 Esta vez lo besé yo. Fue un beso con la química de dos personas que se sienten atraídas por primera vez y la ternura de un amor verdadero.
Fue mi compañero  inseparable desde entonces, en las buenas y en las malas. Y Dios sabe que pasamos malas.
5
-¡Me acarició! No fue una patadita como las otras. Tu hijo me acaba de acariciar la panza por dentro.
-¿Estás llorando, Laura?
-No, nada que ver.
-¡Estás llorando y te estás riendo! ¿Querés que pare en la banquina para que nos abracemos?
-No, no frenes que se hace tarde.
 Tenía miedo de llegar tarde a la oficina, pero a veces pienso que tendríamos que haber frenado y darnos ese abrazo; detener el tiempo en el instante en el que supe que el vínculo entre el ser que estaba en mi útero y el que estaba a mi lado sería indestructible.



6
-¿Viste lo de Videla en la tele?- Me preguntó el gordo, mientras me sostenía amablemente la puerta de la oficina.
-Si, algo vi…lo van a enjuiciar por el robo de bebés…
-¿A vos te parece? Qué barbaridad, ya fue, ya pasaron treinta años, que se dejen de joder, déjenlo vivir tranquilo al  pobre viejito.
Me levanté de un salto de la silla, en realidad no había llegado a sentarme. Estaba cursando casi el octavo mes de embarazo y las nauseas de las primeras semanas todavía seguían. Venía de vomitar del baño, primero en el inodoro y después en el lavatorio cuando me estaba enjuagando la boca. Sentí ganas de vomitar otra vez.
-¿Tu nene tiene once años, no?-Le dije al gordo respirando profundo.
Justo el día anterior lo había traído al trabajo. Era un muchachito hermoso, dulce, de apariencia delicada que en nada se parecía a su padre, el cadete osco, bigotudo y obeso, pero claramente orgulloso de su pequeño retoño.
-Si ¿Por?
-¿Y si te lo hubieran robado de bebé después de torturar y asesinar a su madre? ¿Vos ya habrías dejado de buscarlo? Imaginate si yo te dijera que ya pasaron once años, que te dejes de joder, olvidate de Juancito, Gordo, dejá tranquilo al asesino de su madre ¿Te olvidarías ahora, o dentro de diez, o veinte o treinta años? ¿Te olvidarías de Juancito? ¿Dejarías de buscarlo y de pedir justicia? ¿No te das cuenta de la pelotudez que estás diciendo?
-Bueno…visto así...puede que tengas razón-Balbuceó el gordo. Agarró las cajas que había dejado en el piso para sostenerme la puerta y se fue.
-Lo que me cagué de risa- Me dijo Rubén, que había observado la situación desde su escritorio-Entre el gordo que tiene pocas luces y vos que tenés pocas pulgas, pensé que ibas a  cagarlo a trompadas. Te salía espuma por la boca, Laurita.
 Rubén tenía razón. No sé si era porque la concepción de mi hijo había despertado en mí un nuevo grado de conciencia del mundo que le iba a dejar o una simple revolución hormonal, pero había cosas con las que ya no podía dejar de confrontar.
 Estaba empezando la mejor parte de mi vida, esperaba a mi primer hijo, cosa que me parecía imposible de pensar nueve años atrás; pero no toleraba la perspectiva de tomar solo noventa días de licencia y dejar a mi bebé de 45 días en una guardería, como hacían la mayoría de mis colegas. Algunas le pedían a sus obstetras que les falsificaran la fecha probable de parto y aguantaban trabajar hasta los últimos días previos al parto, para después poder tener más tiempo junto a sus hijos “estirarlo” hasta que tuvieran al menos dos o tres meses.  Las que se tomaban los seis meses adicionales sin goce de sueldo, se veían perjudicadas por el reciente sistema del banco de calificaciones semestrales. El semestre que faltaban recibían una mala calificación de desempeño y si la anterior era mala también, cosa que muchas veces sucedía por la fatiga del embarazo, eran despedidas al volver de su licencia.

7

-¿Te enteraste lo de Laura?- Me preguntó Silvia.
Nos habíamos encontrado de casualidad en la terminal de Retiro esperando el mismo micro  a Entre Ríos con nuestros hijos.
-Si, yo fui el que avisó al banco, la vi ese día. De hecho, le salí de testigo al marido en el juicio que le  hizo a la línea 70
-No sabía que habías sido vos.
 Nos acomodamos en el micro. Mis dos hijos quisieron sentarse juntos y los de ella también.  Silvia se sentó al lado mío.
-Lo que no puedo entender es que nadie más la haya visto ¿Cuántos la conocían en la sucursal?
- Nadie más que yo se acercó al lugar del accidente ese día, nadie del banco, estaban todos muy apurados.
 Yo también estaba apurado esa tarde, iba a encontrarme con mi hijo mayor. Así que me fui temprano de la oficina, mejor dicho, hice la excepción de irme en horario en vez de irme más tarde como siempre. De todas maneras nunca nos pagaron horas extras.
 Al llegar a la esquina, la vi tirada boca abajo sobre la senda peatonal en un charco de sangre. Me acuerdo que me preguntó eso el abogado del colectivero en el juicio, cómo estaba su cuerpo con respecto a la senda peatonal, supongo para ver si había chance de que ella hubiera cruzado mal.
-¿Qué contestaste?
-Que la bloqueaba.
Ella, sin duda,  había cruzado por la senda peatonal con luz verde a su favor. Cuando me acerqué, estaba consciente aunque en estado de shock. Justo la dieron vuelta para acomodarla en la camilla y ahí me di cuenta de que estaba embarazada.
“¿Qué me pasó?”Preguntó mientras se tocaba la panza como corroborando que su bebé estuviera bien.
“Te atropelló un colectivo”Le contestó uno de los camilleros Te estamos llevando al hospital”
  Le pregunté quién era su supervisor directo y le dije que se quedara tranquila, que todo iba a salir bien, que yo iba a avisar al banco. Me estaba yendo y me di cuenta de que no le había preguntado a que familiar llamar. Me quise acercar otra vez, pero la policía no me dejó.
-¿Y el marido cómo se enteró?
Un médico del hospital lo llamó desde el celular de ella.
-¿Llegó a tiempo?
-Creo que no, cuando llegó ya…
En ese punto de la charla, me quebré y no pude seguir. Silvia no me hizo más preguntas.
-Al menos el chico tiene al padre que es un amor
No hablamos mucho más durante el resto del viaje.
Al llegar a Entre Ríos a Silvia le estaba esperando su papá y sus hermanos,
Sus hijos corrieron a abrazar a sus tíos y a su abuelo. Ella abrazó a sus hermanos. Su padre la abrazó a ella con devoción, ella lo saludó fríamente.
8
-Señor, lo busca una señorita Acuña en el mostrador- Me dijo el cadete. Sentí que el corazón me daba una patada y se aceleraba como queriendo salirse de mi pecho.
Caminé hacia el mostrador, mis palpitaciones era cada vez más fuertes. Sabía que debía haber muchas Acuña en el mundo, pero quería creer que esa señorita Acuña que había preguntado por mi era mi hija. Hacía veinte años que no la veía ni sabía donde vivía, ni siquiera si vivía. Por unos minutos, se me ocurrió pensar que ella había tomado la iniciativa de averiguar mi paradero, y venir a buscarme. Me imaginé abrazándola. Pero la chica que estaba esperándome, no era mi hija.
Autor: Teodora Nogués