lunes, 8 de agosto de 2016


                             UN DIA DE FURIA por Jorge Tuzi



Fue en la esquina de Av. Corrientes y Callao, en una de esas mañana de lunes invadidas por el aroma del café y las medialunas al paso. Cuando aquello ocurrió, recién había dado algunos pasos  sobre la calzada cruzando Av. Corrientes hacia el bar La Ópera; el hombre de gesto adusto  y de cuerpo y rasgos simiescos avanzaba delante mío como si a su paso la tierra se fuera dividiendo en dos.

Casi en la mitad de la calle, el coche que tenía una marcada línea deportiva había estacionado ante la orden de stop del semáforo cubriendo la senda peatonal; vestía spoiler, llantas de magnesio de alto valor y vidrios polarizados en su parte delantera; la carrocería estaba pintada de color púrpura y siguiendo la línea del capot hacia los costados se lucían  llamaradas pintadas en ambos lados cubriendo hasta la mitad de las puertas delanteras . Completando aquel cuadro la cara del conductor, de llamativos anteojos oscuros se alzaba con desparpajo respondiendo con una mueca de burla al gesto de desaprobación de los transeúntes que le indicaban su falta.

El andar de la mole impertérrita solo algunos pasos delante mio se interrumpió solo un instante; solo su mirada que escudriñaba la escena  unos breves segundos atrás cambió de un gesto de incredulidad al de ira contenida. Creo, a juzgar por la gran cantidad de gente que invadía la escena en aquella mañana invernal, que solo aquel hombre y yo sabíamos lo que estaba por suceder. La mole se acercó lo suficiente al mal detenido vehículo y puso su pie derecho en el capot tanteando rápidamente la firmeza del metal; advirtiendo que era lo suficientemente resistente para soportar su peso se elevó para colocar su pie izquierdo también sobre el mismo. La carrocería (como la de cualquier auto deportivo) se alzaba solo a unos pocos centímetros del piso y con cada paso golpeaba contra el asfalto, contra la rueda y contra ambas cosas a la vez.

El conductor permaneció inmóvil dentro del habitáculo mientras a cada paso el capot se hundía como papel.
Al hombrón solo le alcanzaron tres pasos para recorrer el ancho del vehículo,  luego descendió continuando su marcha como si en su mundo nada hubiera ocurrido. En aquel instante se sumaron dos nuevo olores al del café y las medialunas de la mañana de aquel Buenos Aires, el olor del miedo y de la rabia y ambos no provenían de la misma persona. 

jueves, 4 de agosto de 2016

MARISA MONTE por Jorge Tuzi

Marisa Monte es una brisa tibia en Copacabana que trae el olor de la fruta madura desde sitios arcanos. Es una palmera que se mece delicada y sensual en la cumbre de algún morro carioca. Es la gaviota que se arroja en picada hacia el centro del alma con dos alas prestadas, una de Tom Jobim y otra de Vinicius.

Marisa Monte tiene una voz esbelta, y una silueta suave y clara; tiene el cuerpo de una melodía brasileña si es que una melodía se pudiera ver. Estoy seguro que si una melodía se pudiera ver tendría el pelo color azabache bajando cual cascada o cual estallido por unos hombros firmes y armoniosos; tendría un cuerpo sinuoso, una piernas largas y unos brazos como alas. Por algo la melodía es mujer pues no creo que de otra manera tuviera encanto.

Marisa Monte tiene varias voces, una para cada quien que la escuche, no se trata de esa sirena de la que para protegerte de su voz deben atarte para que al perder la cordura no cometas ningún improperio, sino de ese canto que sale de una boca simple y serena, casi sin originalidades y que se abre en múltiples hilos conductores como una gran abanico y del que cada receptor descubre que no es verdad que le esté cantando a todos sino a cada uno. Quien osa escuchar su voz siente que se encuentra en el living de su casa con dos vasos de caipirinha prestos para un brindis, o en Ipanema tirado en una sombrilla con ella al lado convenciéndote una vez más que la naturaleza es malditamente sabia, o suspendido en un punto del espacio no muy lejano viendo a Río de Janeiro en toda su dimensión casi sin tener en cuenta que es imposible que el hombre pueda volar por sus propios medios, solo con la ayuda del éxtasis de una Bossa Nova que viene desde los confines más recónditos del paraíso.





miércoles, 3 de agosto de 2016

Día de los Enamorados

Día de los Enamorados

(Autor: Teodora Nogués)

-Yo me enamoro fácil- Dijo él
-Yo me enamoro solo los 14 de febrero- Dijo ella.
“Soy un pelotudo” Pensó él.
“Podría enamorarme de este pelotudo” pensó ella “Si tan solo se quedara en mi vida hasta el 14 de febrero”.

Él le acababa de contar sus historias de amor más importantes, incluso la de Mariana, que tenía marcada a fuego desde su infancia. Mariana siempre rodeada de sus admiradores,  con todos los varones del grado detrás suyo, pero que sólo le daba cabida a cuatro. Él había logrado, con mucho esfuerzo, ser del grupo de los cuatro, pero relegado al cuarto lugar en importancia. Fue el último en llegar a semejante elite. Le había tomado la mitad de la primaria, había llegado a fuerza de ser el mejor alumno, buen compañero,  bueno en matemáticas, rápido en hacerle la tarea a los demás y demás meritocracias que habían logrado paliar en algo su enorme timidez ¡Le había costado, pero pudo llegar, carajo!

-Tuve mi revancha, ya de adultos, nos volvimos a encontrar por casualidad. Ella se acababa de divorciar y tuvimos algo.
-¿Y prosperó ese algo?
-No, era difícil. Yo no me animé a dejar a mi novia de ese entonces. Mariana, por su parte ya tenía tres hijos, se complicaba vernos  y  además ella…había comido…

Ella estalló en una carcajada.
Él se estremeció. Le gustaba su risa. Fue lo primero que le llamó la atención  cuando la vio por primera vez rodeada por los otros expositores, admirada por ellos igual que Mariana por sus compañeritos. Sólo que ella, lejos de relegarlo al cuarto lugar, lo miró por un instante como si fuera el único hombre sobre la tierra y lo incluyó en la conversación dándole la espalda a los demás como si hubieran dejado de existir.
Su risa, su onda, su entorno y su “volumen”, le confesaría luego, con cierta deformación profesional de escultor, habían bastado para impresionarlo.
-¿Sos soltera?-Se animó a preguntar.
-Si- Respondió ella.
-Te invito a una visita guiada por mi casa/taller, venite el finde.
-Dale.

Él le dio un beso.
Ella le pidió prestada su guitarra.
Cantaron muy bajito sin perder contacto visual en ningún momento, como si estuvieran conversando.
Le devolvió la guitarra.
-Tocá algo vos.
-Si, pero un intervalo antes-Y le dio otro beso.
Cantaron un rato con pequeños intervalos de besos.
En el último intervalo él la desnudó.
-¡Qué belleza! Sos perfecta ¿Puedo entrar en vos?
Que no se le hubiera abalanzado encima en cuanto llegó a su casa y que aún estando desnuda en su cama no diera por sentado que estaba autorizado a penetrarla, la conmovió más que el halago. La enterneció, además, su ego más bien pequeño y su pija  más bien grande. Sobre todo porque, según su experiencia, cuando la combinación era a la inversa, resultaba en un carácter espantoso.

Mientras ella se vestía y juntaba sus cosas para irse, él tomó nuevamente la guitarra e improvisó una canción relatando su partida que a ella le sonó a despedida definitiva con algo de sorna.
-Quiero que seas mi Dulcinea-Cantó él.
-Para personaje literario, prefiero ser la Eulogia de Inodoro Pereyra.
Sentía ese deseo en serio. Muchos la habían amado, idealizándola como Dulcinea, pero nadie la había elegido nunca como la compañera que ella quería ser. Quería un compañero a quién  cebarle mate en el rancho al final de la jornada, no un caballero desquiciado y ausente ocupado en pelear contra molinos de viento.
Los dos intuyeron que no se volverían a ver, o si, pero ella había pasado a ser inalcanzable y él a ocupar, como mucho, un segundo, o más bien un cuarto lugar.
Ambos estaban cómodos donde siempre habían estado.