miércoles, 28 de septiembre de 2016

La Gringuita y el Hombre en Llamas. Dibujo E Sobico

La Gringuita y el Hombre en Llamas
 (Cuentos de la Gringuita)
Autor: Teodora Nogués

   La gringuita acaba de decidir dejar de creer en Dios y en los hombres; dejar de rezar todas las noches pidiendo alivio al dolor de su alma y dejar de tratarse con  el supuesto médico naturista esperando alivio al dolor de su rodilla infectada.
   ¿Qué caso tiene? Ambos dolores persisten.
   Además esa tarde el médico intentó incumplir el trato: ella sólo se desnudaría para entrar en el sauna  natural,  armado por el médico, si estaba presente la señora.
    —Va a volver más tarde hoy, pero no te preocupes ¿Sabés cuantos cuerpos desnudos vi en mi vida?
    —No me importa, la espero.
   Su cuerpo no fue visto desnudo ni por su primer amor, el que prometió esperarla hasta que creciera un poco más, hasta que se cansó de esperar y procedió a desnudar a otra dejándola embarazada ( o tal vez ya venía embarazada y le enchufó el crío, como rumoreaban en el pueblo). Su cuerpo no fue visto desnudo por el hombre por el que todavía llora todas las noches en secreto. ¿Mirá si va dejar que sea visto por este médico chanta de mirada lasciva?
   Finalmente la señora del médico llegó. La gringuita tomó el baño de vapor con hierbas medicinales que supuestamente purificará su sangre y hará que la lesión (esa que le salió en los Valles Calchaquíes y se le infectó al mudarse a la tropical Yacuiba, en pleno Chaco Boliviano) se termine de curar.
   Tiene un aroma a plantas aromáticas en el pelo todavía húmedo. Ya se está haciendo de noche y en el patio de tierra apisonada de la casa del médico se siente fresco.
   Se prepara para irse, pero un ruido detrás del muro que da a la calle le hace dudar al ponerse el poncho. El ruido es de una explosión. La gringuita se pone el poncho, se lo saca, y se lo vuelve a poner.
   Se ve una llamarada detrás del muro.
   Se escucha un grito desgarrador.
   Un hombre envuelto en llamas salta el muro y cae en el patio. Tiene toda la ropa y gran parte de la piel quemada. De los restos de lo que parece haber sido una campera sintética brota un fuego implacable que se extiende por todo el cuerpo de la víctima, devorándole la piel.
   La gringuita, con una rapidez de reflejos que a ella misma le sorprende, se saca el poncho y cubre con él al hombre, apagando el fuego.
   —¡Llévenme al hospital, no sean malitos, no sean malitos! Grita el hombre como un niño.
   Alguien que viene de la calle y paró un taxi, le dice que se suba al auto, que lo van a llevar al hospital.
   La esposa del médico está paralizada. El médico no está. Reaparece un rato después cuando ya no hay una emergencia médica que atender en su propio patio. Pareciera que los cuerpos quemados en su haber no son tantos, como los cuerpos desnudos de adolescentes vírgenes.
   La gringuita vuelve a su casa.
   Dobla con cariño el poncho salvador, acaricia la mancha de tela sintética derretida, pegada para siempre en la lana tejida a telar.
   Piensa en la nobleza del material de su prenda de vestir favorita, mientras le cuenta a su madre lo ocurrido.
   Al rato llega su padre, que a su vez cuenta que un vecino le contó, que le contó otro que estaba de guardia en el hospital a donde llevaron al hombre quemado, que no lo quisieron atender porque no tenía cobertura médica. Tuvo que esperar bastante papeleo antes de recibir las primeras curaciones y finalmente fue derivado a alguna clínica de La Paz.
   La gringuita decide seguir creyendo en Dios un tiempo más. Lo necesita para rezar por el hombre desconocido, para rogar que se cure, que no le duelan tanto las quemaduras y  las injusticias.






 Autor: Teodora Nogués

martes, 6 de septiembre de 2016

La Gente es Envidiosa (Cuentos de la Gringuita) Dibujo E Sobico


Los viera a los pichagüeños, al cosechar los nogales
No se comen ni una nuez, se comerán los australes

La Gente Es Envidiosa
(Cuentos de la Gringuita)
Autor: Teodora Nogués
-La gente es envidiosa, envidiosa y mala, en cambio el Rafa es bueno- Solía decir el Rafa que a veces le daba por hablar de si mismo en tercera persona.
El Rafa era uno de los borrachines de Pichao, un pueblo de trescientos habitantes, seis de los cuales eran borrachos crónicos. A mi me llamaba tanto la atención ese alto porcentaje de alcoholismo, como que la mayoría de los habitantes de Pichao pudieran sobrevivir sobrios la mayor parte del tiempo en un lugar tan malditamente inhóspito, sin tirarse de la punta de algún cerro o hacerse el arakiri con una espina de los miles de cardones que crecían en el desierto circundante (idea que me rondaba seguido en mi añoranza solitaria de las luces del centro porteño). Igualmente, quien más, quién menos, eran todos de buen beber. Me pegué un cagazo de aquellos, la primera vez que vi a un joven padre de familia volar por los aires cuando su caballo se retobó asustado al cruzarse conmigo. El joven parecía estar casi en un coma etílico, pero se levantó del suelo zizagueante y volvió a montar puteando a su flete como si nada. Cuando comenté lo sucedido con mis vecinos linderos, me dijeron que eso al muchacho le pasaba siempre, que ya debía estar acostumbrado a estrolarse contra las piedras.
A fuerza de sacar piedras sin más tecnología que pico y pala para cultivar frutales en sus pequeñas quintas, las familias pichagüeñas habían logrado convertir a Pichao en un manchón verde salpicado entre los cerros descoloridos.
Siempre me pregunté qué suponía el Rafa que le envidaba la gente mala, porque que había gente mala era cierto ¿Pero qué le envidiaban al pobre Rafa? Sus posesiones más ostensibles eran su borrachera permanente y su hinchazón de vientre, esto último supongo, producto de la cirrosis. Tenía, además, un ranchito minúsculo y roñoso, ubicado, eso sí, en un terreno propio, con algunos árboles frutales que “arrendaba”, es decir, dejaba que sus vecinos cortaran hasta el último de los duraznos a cambio de unos pocos australes para comprarse el vino con el que subsistía, jamás lo vi ingerir otra cosa ni líquida ni sólida. 
Historia aparte eran los nogales del Rafa. Como todo buen pichagüeño los explotaba el mismo.
-Hola, Rafa ¿A cuanto tenés la nueces?- Le pregunté un día que me lo crucé en un sendero, viendo que llevaba dos bolsas cargadas del valioso fruto de su tierra.
-Hola, gringuita. Estas están a diez australes y las partidas a ocho.
Me quedé muda de asombro, no por el precio de las nueces, era el precio que cobraban todos, pero no podía creer escuchar al Rafa, por primera vez desde mi llegada al pueblo, un año atrás, completamente sobrio. Después supe que eso pasaba una sola vez al año, para el tiempo de recolección y venta de nueces.
Un día el hermano del Rafa, mejor dicho, el cadáver del hermano del Rafa, apareció en el agua. Seguramente un tropezón al llegar borracho a su casa que quedaba justo a orillas de la represa, había terminado con su vida. Mala idea para la ubicación del rancho de uno de los seis borrachines del pueblo. Ahora solo quedaban cinco y al poco tiempo solo quedaron cuatro, porque al agravarse la cirrosis y la pena del Rafa, una hermana que vivía en la ciudad, se lo llevó con ella. Ya no estaba en condiciones de vivir solo.
Ignoro si vivió un tiempo más o si la cirrosis lo terminó liquidando, pero por más mala que sea la gente, dudo que alguna vez alguien haya envidiado jamás su destino.
Autor: Teodora Nogués
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