jueves, 4 de agosto de 2016

MARISA MONTE por Jorge Tuzi

Marisa Monte es una brisa tibia en Copacabana que trae el olor de la fruta madura desde sitios arcanos. Es una palmera que se mece delicada y sensual en la cumbre de algún morro carioca. Es la gaviota que se arroja en picada hacia el centro del alma con dos alas prestadas, una de Tom Jobim y otra de Vinicius.

Marisa Monte tiene una voz esbelta, y una silueta suave y clara; tiene el cuerpo de una melodía brasileña si es que una melodía se pudiera ver. Estoy seguro que si una melodía se pudiera ver tendría el pelo color azabache bajando cual cascada o cual estallido por unos hombros firmes y armoniosos; tendría un cuerpo sinuoso, una piernas largas y unos brazos como alas. Por algo la melodía es mujer pues no creo que de otra manera tuviera encanto.

Marisa Monte tiene varias voces, una para cada quien que la escuche, no se trata de esa sirena de la que para protegerte de su voz deben atarte para que al perder la cordura no cometas ningún improperio, sino de ese canto que sale de una boca simple y serena, casi sin originalidades y que se abre en múltiples hilos conductores como una gran abanico y del que cada receptor descubre que no es verdad que le esté cantando a todos sino a cada uno. Quien osa escuchar su voz siente que se encuentra en el living de su casa con dos vasos de caipirinha prestos para un brindis, o en Ipanema tirado en una sombrilla con ella al lado convenciéndote una vez más que la naturaleza es malditamente sabia, o suspendido en un punto del espacio no muy lejano viendo a Río de Janeiro en toda su dimensión casi sin tener en cuenta que es imposible que el hombre pueda volar por sus propios medios, solo con la ayuda del éxtasis de una Bossa Nova que viene desde los confines más recónditos del paraíso.





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