martes, 6 de septiembre de 2016

La Gente es Envidiosa (Cuentos de la Gringuita) Dibujo E Sobico


Los viera a los pichagüeños, al cosechar los nogales
No se comen ni una nuez, se comerán los australes

La Gente Es Envidiosa
(Cuentos de la Gringuita)
Autor: Teodora Nogués
-La gente es envidiosa, envidiosa y mala, en cambio el Rafa es bueno- Solía decir el Rafa que a veces le daba por hablar de si mismo en tercera persona.
El Rafa era uno de los borrachines de Pichao, un pueblo de trescientos habitantes, seis de los cuales eran borrachos crónicos. A mi me llamaba tanto la atención ese alto porcentaje de alcoholismo, como que la mayoría de los habitantes de Pichao pudieran sobrevivir sobrios la mayor parte del tiempo en un lugar tan malditamente inhóspito, sin tirarse de la punta de algún cerro o hacerse el arakiri con una espina de los miles de cardones que crecían en el desierto circundante (idea que me rondaba seguido en mi añoranza solitaria de las luces del centro porteño). Igualmente, quien más, quién menos, eran todos de buen beber. Me pegué un cagazo de aquellos, la primera vez que vi a un joven padre de familia volar por los aires cuando su caballo se retobó asustado al cruzarse conmigo. El joven parecía estar casi en un coma etílico, pero se levantó del suelo zizagueante y volvió a montar puteando a su flete como si nada. Cuando comenté lo sucedido con mis vecinos linderos, me dijeron que eso al muchacho le pasaba siempre, que ya debía estar acostumbrado a estrolarse contra las piedras.
A fuerza de sacar piedras sin más tecnología que pico y pala para cultivar frutales en sus pequeñas quintas, las familias pichagüeñas habían logrado convertir a Pichao en un manchón verde salpicado entre los cerros descoloridos.
Siempre me pregunté qué suponía el Rafa que le envidaba la gente mala, porque que había gente mala era cierto ¿Pero qué le envidiaban al pobre Rafa? Sus posesiones más ostensibles eran su borrachera permanente y su hinchazón de vientre, esto último supongo, producto de la cirrosis. Tenía, además, un ranchito minúsculo y roñoso, ubicado, eso sí, en un terreno propio, con algunos árboles frutales que “arrendaba”, es decir, dejaba que sus vecinos cortaran hasta el último de los duraznos a cambio de unos pocos australes para comprarse el vino con el que subsistía, jamás lo vi ingerir otra cosa ni líquida ni sólida. 
Historia aparte eran los nogales del Rafa. Como todo buen pichagüeño los explotaba el mismo.
-Hola, Rafa ¿A cuanto tenés la nueces?- Le pregunté un día que me lo crucé en un sendero, viendo que llevaba dos bolsas cargadas del valioso fruto de su tierra.
-Hola, gringuita. Estas están a diez australes y las partidas a ocho.
Me quedé muda de asombro, no por el precio de las nueces, era el precio que cobraban todos, pero no podía creer escuchar al Rafa, por primera vez desde mi llegada al pueblo, un año atrás, completamente sobrio. Después supe que eso pasaba una sola vez al año, para el tiempo de recolección y venta de nueces.
Un día el hermano del Rafa, mejor dicho, el cadáver del hermano del Rafa, apareció en el agua. Seguramente un tropezón al llegar borracho a su casa que quedaba justo a orillas de la represa, había terminado con su vida. Mala idea para la ubicación del rancho de uno de los seis borrachines del pueblo. Ahora solo quedaban cinco y al poco tiempo solo quedaron cuatro, porque al agravarse la cirrosis y la pena del Rafa, una hermana que vivía en la ciudad, se lo llevó con ella. Ya no estaba en condiciones de vivir solo.
Ignoro si vivió un tiempo más o si la cirrosis lo terminó liquidando, pero por más mala que sea la gente, dudo que alguna vez alguien haya envidiado jamás su destino.
Autor: Teodora Nogués
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