Los viera a los pichagüeños, al cosechar los
nogales
No se comen ni una nuez, se comerán los australes
La Gente Es Envidiosa
(Cuentos de la Gringuita)
Autor: Teodora Nogués
-La gente es envidiosa, envidiosa y mala, en cambio el Rafa es bueno-
Solía decir el Rafa que a veces le daba por hablar de si mismo en tercera
persona.
El Rafa era uno de los borrachines de Pichao, un pueblo de trescientos
habitantes, seis de los cuales eran borrachos crónicos. A mi me llamaba tanto
la atención ese alto porcentaje de alcoholismo, como que la mayoría de los
habitantes de Pichao pudieran sobrevivir sobrios la mayor parte del tiempo en
un lugar tan malditamente inhóspito, sin tirarse de la punta de algún cerro o
hacerse el arakiri con una espina de los miles de cardones que crecían en el
desierto circundante (idea que me rondaba seguido en mi añoranza solitaria de
las luces del centro porteño). Igualmente, quien más, quién menos, eran todos de
buen beber. Me pegué un cagazo de aquellos, la primera vez que vi a un joven
padre de familia volar por los aires cuando su caballo se retobó asustado al
cruzarse conmigo. El joven parecía estar casi en un coma etílico, pero se
levantó del suelo zizagueante y volvió a montar puteando a su flete como si
nada. Cuando comenté lo sucedido con mis vecinos linderos, me dijeron que eso
al muchacho le pasaba siempre, que ya debía estar acostumbrado a estrolarse
contra las piedras.
A fuerza de sacar piedras sin más tecnología que pico y pala para
cultivar frutales en sus pequeñas quintas, las familias pichagüeñas habían
logrado convertir a Pichao en un manchón verde salpicado entre los cerros
descoloridos.
Siempre me pregunté qué suponía el Rafa que le envidaba la gente mala,
porque que había gente mala era cierto ¿Pero qué le envidiaban al pobre Rafa?
Sus posesiones más ostensibles eran su borrachera permanente y su hinchazón de
vientre, esto último supongo, producto de la cirrosis. Tenía, además, un
ranchito minúsculo y roñoso, ubicado, eso sí, en un terreno propio, con algunos
árboles frutales que “arrendaba”, es decir, dejaba que sus vecinos cortaran
hasta el último de los duraznos a cambio de unos pocos australes para comprarse
el vino con el que subsistía, jamás lo vi ingerir otra cosa ni líquida ni
sólida.
Historia aparte eran los nogales del Rafa. Como todo buen pichagüeño los
explotaba el mismo.
-Hola, Rafa ¿A cuanto tenés la nueces?- Le pregunté un día que me lo
crucé en un sendero, viendo que llevaba dos bolsas cargadas del valioso fruto
de su tierra.
-Hola, gringuita. Estas están a diez australes y las partidas a ocho.
Me quedé muda de asombro, no por el precio de las nueces, era el precio
que cobraban todos, pero no podía creer escuchar al Rafa, por primera vez desde
mi llegada al pueblo, un año atrás, completamente sobrio. Después supe que eso
pasaba una sola vez al año, para el tiempo de recolección y venta de nueces.
Un día el hermano del Rafa, mejor dicho, el cadáver del hermano del
Rafa, apareció en el agua. Seguramente un tropezón al llegar borracho a su casa
que quedaba justo a orillas de la represa, había terminado con su vida. Mala
idea para la ubicación del rancho de uno de los seis borrachines del pueblo.
Ahora solo quedaban cinco y al poco tiempo solo quedaron cuatro, porque al
agravarse la cirrosis y la pena del Rafa, una hermana que vivía en la ciudad,
se lo llevó con ella. Ya no estaba en condiciones de vivir solo.
Ignoro si vivió un tiempo más o si la cirrosis lo terminó liquidando,
pero por más mala que sea la gente, dudo que alguna vez alguien haya envidiado
jamás su destino.
Autor: Teodora Nogués
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